«¡Adán, Adán, un beso!», dijo, y era
que en una dolorosa sacudida,
el absurdo nervioso de la vida
le hizo temblar el dorso y la cadera...
El iris floreció como una ojera
exótica. Y el «¡ay!» de una caída
fue el más dulce dolor. Y fue una herida.
La más roja y eterna primavera...
«¡Adán, Adán, procúrame un veneno!»,
dijo, y en una crispación flagrante
la eternidad atravesóle el seno...
Entonces comenzó a latir el mundo.
Y el sol colgaba del cenit, triunfante
como un ígneo testículo fecundo.