En Babilonia, a orillas de su río,
Un día, en cautiverio, nos sentamos,
Y nuestra suerte mísera lloramos
Lamentando la ausencia de Sïón.
Cada cual en los sauces de la orilla
Triste, colgaba el músico instrumento,
Cuyas cuerdas heridas por el viento
Recordaban los cantos del SEÑOR.
Los mismos que cautivos nos llevaron
Y cautivos por fuerza nos tenían,
Sin mirar nuestro llanto nos pedían
De nuestra amada patria una canción.
Pero ¿cómo cantar aprisionados
Los cantos del Señor en tierra ajena...?
¿Cómo elevar con tan amarga pena
Los himnos de otro tiempo a nuestro Dios?
¡Jerusalén, Jerusalén, querida!
Que se seque mi mano en el momento
Que pretenda pulsar un instrumento
Entre un pueblo enemigo de tu ley!
¡Que apague para mí su luz el día,
Que se pegue la lengua a mi garganta,
Si en tierra extraña tus canciones canta
Olvidado de ti, Jerusalén!
Acuérdate, Sñor, del día horrible
Postrero de Sión; oye ese acento:
“¡Arrasadla, arrasadla hasta el cimiento!”.
Gritan los hijos bárbaros de Edom.
¡Hija infeliz, ciudad de Babilonia!
Tal ruina te espera y tal estrago
¡Dichoso aquel que pueda darte el pago
De lo que haces con nosotros hoy!
¡Oh! ¡bienaventurado aquel que pueda
Mirar tu destrucción, ciudad maldita,
Y en tus escombros con tu sangre escrita
La historia de tus crímenes leer!
¡Aquel que vea los llorosos niños
Del regazo materno arrebatados
Y en las piedras dispersas estrellados
De la que un tiempo tu muralla fue!