Rindióme al fin el batallar continuo
de la vida social; en la contienda,
envidiaba la dicha del beduíno
que mora en libertad bajo su tienda.
Huí del mundo a mi dolor extraño,
llevaba el corazon triste y enfermo,
y busqué , como Pablo el Ermitaño,
la inalterable soledad del yermo.
Allí moro, allí canto, de la vista
del hombre huyendo, para el goce muerto,
y bien puedo decir como el Bautista:
¡Soy la voz del que clama en el desierto!